De repente, en medio de una entrevista que discurría por los cauces habituales, sin que nada inquietante surgiera por uno u otro lado, la periodista me preguntó con expresión ingenua:
-A usted le están pidiendo palabras todo el día, ¿verdad?
-¿Qué quiere decir?
-Palabras para artículos, palabras para conferencias, palabras para novelas ¿No se le acaban nunca las palabras?
-Uso varias veces la misma -respondí para salir del paso, e intercambiamos una sonrisa cómplice.
-Pero en algún momento se le acabarán -insistió ella.
-A veces, sí -concedí-, de ahí la expresión quedarse sin palabras.
-¿Y entonces qué hace?
-Continúo hablando o escribiendo. Tarde o temprano empiezan a salir otra vez.
-¿De dónde?
-Es usted una pesada. Yo no sé de dónde salen las palabras, pero sí sé que tengo más cuanto más las consumo. Funcionan al revés del dinero: si uno las invierte en valores seguros, no dan nada. Hay que gastarlas, incluso malgastarlas, para que su precio suba como la espuma. Hace diez años tenía menos palabras que ahora, a pesar de haberlas derrochado a millones, y dentro de otros diez espero haber multiplicado mi capital por mil.
-¿Y qué hará con ellas?
-Lo mismo que ahora. Darlas en conferencias, en artículos, en libros. Darlas por teléfono. Darlas a grito. Darlas a través del fax y del telégrafo.
-Lo dice usted como si le molestaran. Parece que habla de insectos más que de palabras.
-Es que se reproducen al mismo ritmo. ¿Pero usted por qué no me pregunta lo que todo el mundo?
-Porque estoy llena de palabras y no sé que hacer con ellas.
-Démelas, escribiré con ellas una novela.
Pero no me las dio. Moraleja: sí sabía qué hacer.